FERROCARRILES E INDUSTRIA NACIONAL
La Argentina es un país con trenes, pero sin industria ferroviaria. Signada por esa situación y la reciente tragedia en Once, la reconversión del sistema supone optar por el viejo modelo o desarrollar una industria local.
Por Matias Rohmer *
El trágico accidente ocurrido en la estación Once el pasado 22 de febrero puede ser interpretado como una resumida expresión de falencias estructurales de la economía argentina. Dichas falencias no son nuevas y expresan una debilidad histórica: la Argentina es y ha sido un país con ferrocarriles, pero sin industria ferroviaria. Este hecho explica –en buena medida– la larga y continua decadencia de nuestro sistema férreo. Entendido así, el problema se comprende desde una perspectiva más completa, que no quita –sin embargo– el imprescindible análisis de los responsables actuales de sus profundas deficiencias.
El origen de nuestro sistema ferroviario se remonta a fines de siglo XIX, cuando, con capitales británicos, se montó una estructura de comunicación que respondía a la estricta lógica del lucro privado y a la inserción del país en la economía mundial como proveedor de materias primas que dominó las primeras décadas del siglo XX. Ese sistema radial, confluyente en el puerto de Buenos Aires, es el que todavía persiste, con la desestructuración y privatización dejada por las políticas de los años ‘90. Este sistema nació y fue fruto de una Argentina liberal y agroexportadora orientada al mercado externo, sin manufacturas ni capitales locales capaces o interesados en desarrollar una industria ferroviaria propia ni un mercado interno como eje del desarrollo. Por ello, fue dependiente del abastecimiento externo desde su origen. El país que mostró siempre orgulloso sus 40 mil kilómetros de vías férreas ocultó bajo esa estadística que era incapaz de fabricar sus propias locomotoras, rieles, señales o, incluso, el mismo carbón.
Tras la crisis del ’30, los capitales ingleses sufrieron su propia incapacidad de inversión y el sistema ferroviario argentino entró en crisis para siempre. El traspaso al Estado en la presidencia de Perón no cambió ese panorama de retroceso. El sistema, que había nacido privado y ajeno a las necesidades de vastas regiones del país, intentó ser rescatado por el Estado. Pero cuando el sector público quedó exhausto de un déficit fiscal permanente y cautivo de una deuda externa que volvía imposible cualquier plan de inversión, en los ’90 fue entregado al sector privado con la promesa de que, nuevamente, fuera del Estado, podría modernizarse un sistema en crisis. Pero no fue así.
No sólo las promesas no se cumplieron, sino que los problemas se agravaron con la falta de inversión. Como ejemplo, no debería extrañar que la formación que se estrelló en Once fuera de los años ’50 o que el sistema de señalización data de los años ’30. Algunos de los trenes que todavía circulan por el país son aún más antiguos, muchas estaciones son las que construyeron los ingleses en el 1900, los rieles los fabricó la vieja Somisa, muchos de los vagones y locomotoras producidas aquí (por Fabricaciones Militares y por la extinta Astarsa) son copias o licencias de modelos japoneses o norteamericanos (como las características locomotoras General Motors), otras material de rezago en desuso en los países centrales (como las últimas locomotoras incorporadas al ramal San Martín). La última inversión estatal en el área urbana ocurrió en los años ’80, cuando se electrificó el ramal Roca. Las formaciones remodeladas del Sarmiento son viejo equipamiento Toshiba de origen japonés, ahora modernizadas con frenos de origen sueco y electrónica brasileña. Y los planes de renovación ferroviaria proyectados por el Gobierno suponen cuantiosas importaciones chinas.
Lo anterior demuestra que, al no contar con una industria ferroviaria propia, nuestro país se ha visto casi siempre obligado a adquirir todo el material necesario a través de importaciones, o bien a producir localmente por medio de licencias adquiridas a empresas del mundo desarrollado. De esta forma, cuando los trenes estuvieron en manos privadas hasta mediados del siglo pasado, las empresas inglesas trajeron el material rodante desde el Reino Unido, y así el país contó con un sistema extenso pero dependiente en lo tecnológico. Una vez en manos del Estado, el sistema quedó sometido a los vaivenes de las capacidades de un sector público cíclicamente deficitario y casi siempre carente de divisas.
Hoy, unos quince años después de aquel traspaso, se puede asegurar que la privatización de los ferrocarriles ha sido, junto con la de Aerolíneas, el más estrepitoso fracaso del proceso privatizador. Demostrado el fracaso del sistema de concesiones y subsidios poco transparentes, el Gobierno tiene por delante el enorme desafío de repensar un sistema en crisis desde hace décadas. Y la sociedad en su conjunto el de ser consciente, y aceptar o no, que todo proyecto de modernización ferroviaria exigirá un enorme costo en divisas (incluso a través de la toma de deuda externa) para importar cientos de vagones, locomotoras y sistemas de señalización. O bien, proyectar y sostener en el tiempo el aún más ambicioso plan de contar con una industria ferroviaria local que, hasta ahora, nunca existió
* Licenciado en Ciencia Política (UBA).
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