Ya pasaron cinco meses de la tragedia de Once. En ese tiempo, finalmente el Gobierno le retiró la concesión de las líneas Mitre y Sarmiento a TBA y distintos informes de la AGN yla CNRT dejaron en claro los problemas de mantenimiento, inversión y déficit que acarreaba esa gestión. Así, el “accidente” no ha sido un hecho aislado. Por el contrario, es la máxima expresión de una historia de decadencia de muchas décadas, que se expresó más que trágicamente en esta coyuntura.
Ya en los albores de la década del 60, con el deterioro de la infraestructura y el material rodante, la declinación estaba instalada. En 1961 el Plan Larkins fue el primer intento de redimensionar el ferrocarril. Fuertemente resistido por los trabajadores ferroviarios, no llegó a implementarse, pero el sistema quedó seriamente deteriorado. La pérdida de centralidad ferroviaria en el sistema de transporte nacional estaba ya sancionada.
Los ’70 son años de estancamiento. Se detiene la caída, hay intentos de modernización (reemplazo de la tracción a vapor por diesel, cambios en los sistemas y organización del transporte, se definen los llamados trenes block y la política de encaminamiento de vagones, la centralización administrativa y normativa), pero esta modernización resultó frustrada. Partía de un criterio impuesto por el Banco Mundial para su financiamiento: llevar a uno el coeficiente de explotación (relación ingresos/gastos). Como no podía ser de otra manera, en términos reales los ingresos no crecieron y los gastos se achicaron.
Los ’80 son los años en que se toma conciencia de que el modo marchaba hacia su colapso. Es un período de deterioro generalizado, caracterizado por un fuerte proceso de descapitalización, donde las insuficiencias en los niveles de inversión y gasto ponían en serio riesgo la circulación misma de los servicios.
A pesar del desgaste físico y moral al que fue empujado el personal, sólo aquellos hombres y mujeres –que durante décadas depositaron en la empresa estatal sus esfuerzos e ilusiones– fueron capaces de renovar las vías, reparar el material tractivo y remolcado, trazar programas de trabajo y, en definitiva, mantener los servicios.
Los ’90 son los años de la llamada “reestructuración del capital” bajo la hegemonía financiera. En esa década de neoliberalismo con el achicamiento de los espacios económicos nacionales, las privatizaciones buscaron preservar la tasa de ganancia y reimpulsar el proceso de acumulación de capitales. Los objetivos explícitos se proponían la eliminación del déficit y la modernización de los servicios por medio de la inversión privada, sin embargo no fue otra cosa que la transferencia al sector privado del enorme capital social acumulado por generaciones.
Si en los inicios la expansión del modo ferroviario fue vertiginosa, así de vertiginoso fue el proceso de su desestructuración. En poco menos de tres años bajo la figura de la concesión la empresa estatal se transformó en 14 empresas de derecho privado.
Los trenes de pasajeros de mediana y larga distancia fueron eliminados, algunos se han recuperado recientemente, pero se trata de servicios que se prestan en condiciones deplorables. De los de carga, los más rentables se han concesionado –no funcionan como servicio público sino que lo hacen casi con exclusividad para los grupos económicos que los explotan–, los concesionarios sólo incorporan mejoras tecnológicas y operativas hasta donde les resulta funcional a sus intereses inmediatos, los descarrilamientos son permanentes. El resto se canceló y la carga se transfirió al camión, el elevado nivel de accidentes en las rutas no es ajeno a esta decisión.
De 39.000 km. en operación quedaron 22.000, de los que sólo se explotan 7500. De 95.000 trabajadores ferroviarios quedan en actividad algo más de 15.000. Si los ferrocarriles estatales corrían en promedio a 100/120 km/h, ahora lo hacen a 40/50. En los ’70 la participación ferroviaria en el mercado de cargas era de un 14 por ciento, hoy es de sólo del 4.
Con las cesantías, los traslados masivos y las jubilaciones anticipadas se dilapidó el saber obrero. Esa acumulación de conocimiento transmitido de generación en generación, que es el que permitió sobrellevar los bajos presupuestos, la falta de repuestos, la obsolescencia tecnológica, las marchas y contramarchas de las administraciones de turno y la corruptela generalizada. Ese saber que hizo posible que los trenes circularan y los servicios se prestaran.
No obstante el carácter prebendario de la privatización, las empresas no cumplieron con los pliegos licitatorios, tampoco con los contratos renegociados en 2006. No han invertido, no han hecho mantenimiento de acuerdo a normas, no pagaron los cánones establecidos ni los inventarios que se les transfirieron a precio vil. Pero el Estado asigna año a año mayores partidas presupuestarias para subsidiar a esas empresas.
Los servicios suburbanos de pasajeros están en el límite de sus posibilidades, como lo muestra el colapso de las líneas San Martín, Roca y Belgrano Sur primero y ahora las del Sarmiento y Mitre. Hay responsabilidad del funcionariado, ninguno puede alegar desconocimiento. La AGN, la CNRT y los delegados de base se cansaron de presentar informes, diagnósticos y denuncias.
Al tener que hacerse cargo de las líneas colapsadas la solución encontrada no fue otra que darlas en gerenciamiento a grupos empresarios, los mismos que se beneficiaron de la privatización y que hoy continúan con la activa participación de la cúpula sindical que perpetró el asesinato de Mariano Ferreyra.
Con el quite de la concesión, TBA quedó afuera del negocio y serán ahora los grupos Roggio (Metrovías) y Romero (Ferrovías) quienes gerenciarán todos los servicios suburbanos de pasajeros. En este esquema el Estado se hace cargo de los gastos operativos y también de las inversiones, mientras que los gerenciadores cobrarán un determinado porcentaje por su administración.
No parece una solución de fondo. La privatización ha sido un fracaso y una estafa en gran escala. El carácter de servicio público y el interés social general no son tenidos en cuenta y los servicios están colapsados mientras crecen los subsidios.
El quite de las concesiones es un paso adelante pero sólo eso. El Estado debe revertir de inmediato las privatizaciones y hacerse cargo integralmente del subsistema ferroviario, incluidos los servicios de carga que son los verdaderamente rentables, que deben subsidiar a los de pasajeros. Hay suficientes razones jurídicas, económicas y sociales como para no seguir retrasando esta solución.
Esta decisión política será incompleta si no está integrada en la formulación de un Plan Nacional de Transporte que coordine y complemente los distintos modos alternativos según sus costos de operación y el beneficio público, reconociendo que en un país de la extensión del nuestro el modo ferroviario debe ser el eje articulador del sistema. Pero nadie quiere volver al pasado, habrá que buscar la forma jurídica que le asigne carácter de “empresa pública” y una forma democrática de gestión y contralor social que contemple la participación de los trabajadores, de los usuarios y de los diversos sectores de la ciudadana
fuente:Página12
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